Sexo y arte en la Edad Media


Navegando por las noticias de El País he topado con un artículo sobre la representación de sexo (de atributos masculinos y femeninos) en el Arte Románico sin duda nos puede sonar un tanto contradictorio y muy muy lejano… Estamos datando esta época arquitectónica en el S. XII y no conocemos como aceptaban socialmente el sexo, no parece ser un tabú pues las representaciones son en parroquias o iglesias. Que papel tenía el sexo, que fuerza tenía el arte popular o llamado págano? O más bien será un mensaje mesiánico de nuestra adorada Iglesia Católica.

Obras sobre el sexo como el Kamasutra o Aranga Ranga no son hitos únicos de culturas ancestrales. Sin la presión o represión de las Instituciones que llegarán de mano de la Iglesia transformarán la sociedad con el paso de los siglos hacía una moral y un exceso de las “normas”. El excelente artículo corresponde a Jaime Nuño es historiador y director del Centro de Estudios del Románico de la Fundación Santa María La Real. Así pues, trasladémonos al sexo de siglos atrás.

Fornicadores, exhibicionistas, venerables ancianos que se masturban, fogosos amantes, falos solitarios… parecen extrañas imágenes para decorar una iglesia románica, en plena, oscura y represiva Edad Media. Se hallan sobre todos en los muros de los templos, pero también en pilas bautismales, en ciertas miniaturas e incluso en algún tapiz; acompañan a escenas bíblicas, a imágenes de guerreros de la propia época, a horóscopos, animales diversos –reales o fantásticos−, cacerías, labriegos en distintas ocupaciones, músicos o danzarines, todos tratados con esa humilde ingenuidad de la que nace el encanto. Pero si hay algo que verdaderamente llama la atención al visitante actual entre todas estas representaciones son ese grupo de motivos en los que el exhibicionismo y las prácticas sexuales pueden alcanzar incluso –según quien lo mire, claro− cotas escandalosas.

Desde personajes que simplemente están besándose, hasta parejas copulando, aparecen hombres desnudos a modo de antiguos atlantes, parejas que se miran entre sí o miran al espectador mientras muestran ostensiblemente sus respectivos sexos, hombres en evidente actitud de obscena solicitación hacia la mujer, onanistas en actitud reflexiva e incluso alguna escena de grupo -como la que se halla en la iglesia zamorana de Santiago de los Caballeros− que nos parece un tanto tórrida, claro que también puede ser nuestra inclinada imaginación.

En las islas británicas es peculiar una figura grotesca, denominada en gaélicosheela-na-gig, que sonríe al espectador mientras con ambas manos, casi garras, se abre la vagina, siendo la más conocida la inglesa de Kilpeck; ocasionalmente aparece también algún perro lamiéndose el sexo, como ocurre en Mauriac (Francia), o dos conejos en actitud de perpetuar la especie, como se ve en Cervatos (Cantabria). Y es precisamente la iglesia de San Pedro de Cervatos el hito más conocido de este tipo de representaciones y lo es tanto por su abundancia como por su evidencia, con ejemplos que además encuentran réplica por otros del entorno, tanto en Cantabria como en Palencia, lo cual ha conducido tradicionalmente a pensar que era un fenómeno casi exclusivo de la comarca de Campoo.




Nada más lejos de la realidad, aunque hay que reconocer cierta preferencia por este tipo de representaciones entre los antiguos escultores campurrianos. Hoy las conocemos repartidas con mayor o menor intensidad por todo el norte peninsular –al menos desde Zaragoza hasta Portugal, pasando por Segovia−, por Francia, Irlanda, Reino Unido, Italia o Alemania y muy posiblemente el listado se vaya enriqueciendo con nuevos descubrimientos. Si curioso e interesante podría resultar hacer un recorrido por todo este repertorio de poses, posturas y países, creemos que más interesante aún es tratar de explorar sus motivos y significados.

Que son imagen del pecado es la primera y más fácil explicación que se nos puede ocurrir. Los doctrinarios y penitenciales eclesiásticos de la Edad Media están llenos de admoniciones contra los diferentes pecados, pero con especial inquina se amonesta la avaricia y la lujuria, de modo que avarientos y lujuriosos se hallan con especial presencia en las representaciones de los castigos infernales. La Biblia es prolija en disposiciones acerca de las relaciones sexuales, a las que considera al menos impuras, condenando abiertamente la homosexualidad y el bestialismo, práctica esta que castiga incluso con la muerte, aunque a mediados del siglo XII el clérigo francés Aymeric Picaud cuenta que es una de las prácticas más comunes entre los lujuriosos navarros, y lo describe con cierto detalle.

Frente a la liberalidad del mundo grecorromano, en el que los falos se llevan como colgante o aparecen como indicativo viario, donde escenas sexuales decoran estancias o aparecen frecuentemente en los candiles de cerámica y donde se celebran fiestas de alto contenido erótico, consagradas a dioses lúbricos, la tradición judía es mucho más casta y en ella bebe san Pablo, el máximo exponente de la primitiva doctrina cristiana. Para san Pablo el sexo es pecado. “Ningún lujurioso, impío o avaro –que es lo mismo que un idólatra− ha de heredar el reino de Cristo”, dice en una de sus cartas, y cuatro siglos más tarde Boecio concluye: “¿Quieres llevar una vida de placer? Pero, ¿quién no mirará con desprecio la cosa más vil y deleznable, su propio cuerpo?”, abriendo así de par en par la senda del ascetismo, la castidad y la renuncia que serán esenciales en el cristianismo.

Ya en pleno período románico la exaltación de la continencia sexual, siguiendo el ejemplo de Cristo tal como se relata en los cuatro evangelios canónicos, es una constante en los escritos que emanan desde las élites eclesiásticas, para quienes la mujer aparece como amenaza constante, según lo expresa Bernardo de Morlaas: “Abismo de sensualidad, instrumento del abismo, boca de los vicios, no retrocede ante nada y concibe de su padre y de su hijo. Mujer víbora, no ser humano, sino bestia feroz. Mujer pérfida, mujer fétida, mujer infecta”. Incluso en las Partidas de Alfonso X se dice claramente que “castidad es una virtud que ama Dios y que deben amar los hombres”.




Acompañando a este ideario, en la práctica, por ejemplo, se intentan regular también los días en que dentro del matrimonio –el único estado en que es permitido– puede haber contacto sexual entre los cónyuges, y se hace con tal severidad que Oronzo Giordano ha llegado a calcular que, bajo ciertas circunstancias, podía haber más días de prohibición que los que tiene un año; y es que ya había dicho Gregorio de Tours, allá por el siglo VI, que “los monstruos, los tullidos, todos los niños enclenques son, como bien es sabido, concebidos el domingo por la noche”.

Los penitenciales eclesiásticos condenan ciertas prácticas sexuales, especialmente la sodomía, pero también casi todas las posturas amorosas, puesto que se entiende que no van orientadas a la estricta procreación, sino al lascivo goce. Incluso la legislación civil entra en estos campos de las relaciones entre hombres y mujeres, donde, curiosamente, el estamento eclesiástico suele estar muy presente como sujeto activo. Y siempre es sabido que cuando algo requiere legislación es porque el supuesto delito se comete con cierta frecuencia; por qué si no iba a tener el Fuero de Sepúlveda un artículo titulado Del que se asiere a teta de mujer? Penitenciales y códigos civiles en realidad constatan hechos, e incluso a veces llegan a aceptar con benevolencia ciertas prácticas consideradas pecaminosas: “Barraganas defiende Santa Eglesia que non tenga ninguno cristiano porque viven con ellas en pecado mortal. Pero los sabios antiguos que hizieron las leyes consintiéronles que algunos las pudiesen aver sin pena temporal porque tovieron que era menos mal de aver una que muchas, e porque los hijos que nascieren dellas fuesen más ciertos”, se reconoce en las Partidas.

La presencia de una iconografía de marcado carácter sexual en el arte románico, y que en cierto modo pervive en época gótica, puede parecernos en principio un jocoso juego de canteros humildes, que dejan libremente su impronta popular en los rincones más recónditos de algunos templos, opinión manifestada entre otros por García Guinea. Es una de las explicaciones más aceptadas para esta –a nuestros ojos– irreverente presencia. Claro que entonces resulta complicado explicar por qué algunas de las escenas más llamativas se encuentran en importantes iglesias monásticas –donde cabe suponer un mayor control– o, por qué figuran por ejemplo en el famosísimoTapiz de Bayeux, que decoraba los muros interiores de la catedral de esa ciudad y que fue elaborado directamente por las mujeres de la familia del duque de Normandía, Guillermo, para conmemorar su conquista de Inglaterra. Y difícil de entender sería igualmente el contenido de ciertas canciones escritas, y reconocidas públicamente, por otro Guillermo, esta vez duque de Aquitania –uno de los estados más importantes del momento–, en las que sin tapujos habla de sus correrías sexuales o expresa reflexiones tan llamativas como “Señor mi Dios, que eres caudillo y rey del mundo, / ¿cómo no cayó fulminado quien primero vigiló el coño?”.
Otras teorías, como la de Ángel del Olmo, sostienen que estas imágenes son una incitación a procrear, por la necesidad permanente de población, pero en realidad el problema no era la falta de nacimientos, sino la supervivencia de los niños ya que, aunque los datos son muy escasos y las conclusiones controvertidas, se estima que al menos un 35% no alcanzaba los diez años, aunque hay quien como Pounds sostiene que cuatro de cada diez menores no superaban el primer año.

Sin embargo la teoría más divulgada y aceptada es que tales imágenes son una abierta condena de prácticas pecaminosas y que por tal motivo se hallan en el exterior de los templos, trasunto de la vida terrena, estando ausentes en el interior, donde habita lo divino. Pero tampoco es así: por ejemplo, en la iglesia cántabra de Villanueva de la Nía, una mujer exhibicionista mira a los feligreses desde el arco triunfal y otra al sacerdote, mientras que en Santillana del Mar, también dentro del templo de esta importantísima colegiata, hay una clara escena en que la mujer acaricia el pene de descomunales proporciones de su amante. Si fuese una condena del pecado, como mantienen Serrano Fatigati o Lampérez, coincidimos más con lo que dijo Caro Baroja, que “más producen curiosidad por el vicio que respeto por la virtud”, e incluso habría que entender como autoinculpación de pecador la del cantero que trabajó en San Quirce de Los Ausines (Burgos) y que representa a una mujer desnuda citada por un excitado varón bajo cuyo erecto miembro se lee IO, o sea, yo.

En uno de los trabajos críticos más interesantes escritos sobre el tema, Inés Ruiz Montejo ya planteaba sus dudas sobre estas ideas y se preguntaba si tales imágenes no serían más bien "la expresión de unos condicionantes de vida típicos de la cultura popular en la que el artista se desenvuelve", aunque parece no atreverse a ir más allá. Sin embargo es en esta idea donde creemos nosotros que habría que explorar.

Desde nuestro punto de vista el hombre medieval está más imbuido de la antigua tradición popular grecorromana de lo que podemos pensar. Para juzgarlo en realidad sólo disponemos de los escasos escritos emanados desde las élites eclesiásticas, que parecen expresar lo contrario, al menos en cuanto a cultura sexual se refiere, sin embargo los propios penitenciales recogen también otra serie de prácticas abiertamente heredadas del paganismo, que el hombre del común –o no tanto– vive diariamente y que incluso llega a revestir de religiosidad. Baste leer el Cantar de Mío Cid para ver la importancia de los agüeros, condenados también por la Iglesia.

En la plástica románica –pero también en la gótica– se mantienen iconos heredados del mundo antiguo, como espinarios, atlantes o sirenas. El falo, símbolo profiláctico en muchas culturas, sigue presente en templos cristianos medievales, a veces como única decoración en todo el edificio e incluso hallándose en el interior. Otras imágenes, como el personaje que se masturba mientras se acaricia la barba o la desnuda barbilla, aparecen ya en la escultura ibérica de Porcuna y se replican en canecillos, como el magníficamente conservado de San Martín de Elines (Cantabria), donde el onanismo parece coincidir con la gravedad del reflexivo pensador.

Por otro lado, para el hombre medieval el sexo no podía ser algo críptico, escondido, privado, como lo puede ser para nosotros, entre otras cosas porque la inmensa mayoría de las familias vivían en humildes chozas divididas por la mitad, con un ámbito para el ganado y una sola estancia para toda la familia, donde toda la parentela dormía junta y donde la privacidad sencillamente era imposible, por eso tampoco resulta extraño cómo algunas representaciones del mes de febrero muestran a un hombre y una mujer calentándose al fuego mientras se enseñan mutuamente sus partes.



El sexo formaba parte de la vida cotidiana y así se representa en el románico, donde las mujeres, salvo alguna excepción –como la segoviana de Fuentidueña–, son casadas (cubiertas con la toca), y la postura la única ortodoxa, como Dios manda. Fue sobre todo a partir del siglo XV cuando las casas empiezan a tener más habitaciones y la privacidad es posible, a lo que podemos sumar el calado que va tomando la paciente labor de la Iglesia imponiendo sus doctrinas, mejor divulgadas ahora con esa gran herramienta que es la imprenta. A mediados del siglo XVI, tanto la Reforma como la Contrarreforma inciden en la importancia de la castidad y la vigilancia del pecado; será a partir de entonces, paradójicamente coincidiendo con el nuevo redescubrimiento –otro más– de las artes antiguas, cuando los últimos rescoldos de la cultura pagana tradicional desaparezcan. Herederos de esta Contrarreforma somos nosotros y con nuestros ojos intentamos entender el motivo de aquellas viejas representaciones.

Musicalidad absoluta* – María Virginia Jaua









Primero nos abocaremos a la elucidación del mito, más tarde, si nos dejan, daremos rienda suelta a la imaginación…
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Se trata ahí de una disputa antigua, y por ello, quizás, aún vigente. La oposición de dos géneros, de dos mundos, también, por qué no admitirlo, de dos facciones morales o mejor: de dos “formas de vida”. No otra cosa subyace en la tensión de esa célebre escena en la que se narra el encuentro entre Ulises y los argonautas con las Sirenas.

Detengámonos en ese misterioso episodio, tan rico en lecturas e interpretaciones.

Según el mito, en la nave de los argonautas, esos primeros héroes occidentales, iban tres tipos de aventureros y, al parecer, valientes navegantes. Éstos al enterarse de la amenaza que corría la nave y la tripulación ante la presencia inminente de las Sirenas tomaron sus precauciones. El primer grupo, probablemente el que conformaba la mayoría, decidió sellar sus oídos con tapones de cera para no sucumbir al canto de aquellas criaturas seductoras: nótese ahí cierta correspondencia con la masa y la ceguera del mito platónico. El segundo, habría estado representado por un solo hombre, Nadie mejor conocido por el nombre de Ulises, el cual haciéndose amarrar a un mástil, se rindió a la curiosidad del canto pero sin poner en peligro su vida. Quizás por esa y otras astucias, sea él el antecedente mitológico de nuestro hombre moderno: el irremisible voyeur que sin arriesgar gana. Es él quien vence a las sirenas con una “cobardía feliz y segura” y oyendo se hizo sordo, pues dejó la “experiencia” de la plenitud incumplida, que amarrada a la verga del barco quedó sometida al “bien común”: la pervivencia de la colectividad.

Mientras que el tercero, un héroe rescatado de las aguas del olvido en el relato de Quignard, habría estado representado por un solo hombre que ni se taponeó los oídos ni se hizo amarrar; y que en su deseo de escuchar aquella música se entregó sin precauciones para perderse en ella. Este hombre llamado Butes encarnaría el salto al agua, la entrega, el abandono, el encuentro con lo imaginario, pero también la promesa –esa sí, al parecer– cumplida del gozo de la petite mort. Él representa la fracción política del rigor que no teme lanzarse al abismo de una moral del goce, que logró vencer al miedo a ser o a dejar de serlo, sin temor a la desindividuación. Y que en esa entrega vital alcanzó un saber en el que también se encontraba la muerte y el duelo:
La música comienza por murmurar al oído del que la ama y que se acerca al canto que le envuelve, donde consiente en perder su identidad y su lenguaje: Acordaos, un día, antaño, se perdió lo que se amaba. Acordaos que un día perdisteis todo de todo cuanto era amado. Acordaos que es infinitamente triste perder lo se ama.
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Podría decirse, que al final no fueron tres sino cuatro tipos de hombres los que iban en la embarcación. Y a ese cuarto, llamado Orfeo, se le debe la metamorfosis de la música: el abandono de aquellas melodías antiguas en las que se gestó la vida por la música hecha pensamiento. A él debemos el paso de la música blasfema que invita al baile, al orden y contención de la escucha del concierto: el auditorio.
Dice Quignard: “Ni siquiera Orfeo, el Músico quiso escuchar nada de ese canto continuo” y por ello tocó la lira para los navegantes e impidió que el canto de las Sirenas llegara a oídos de los argonautas.

Y prosigue el relato mítico que se quiere historia: “La lira de Orfeo sustituyó a la flauta. Cuando se toca la lira se puede hablar a la vez que se hace música”. Mientras que “la flauta y el canto son prácticas indignas. Una y otra hinchan las mejillas y desfiguran la armonía del rostro humano.”
En otro lugar Quignard afirma: “Ulises se sienta, Butes baila”. La música órfica es prudencia, mesura: mientras que la otra, sin otro nombre que antigua, arcaica, original, es imprudencia, vocación de trance y abandono: un peligro para el orden social.

Y por ello, una amenaza que exigiría otro fantasma: el de la domesticación. Otro de los nombres de la pornografía.

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Dice Blanchot: “Siempre hubo en los hombres un esfuerzo poco noble para desacreditar a las Sirenas tildándolas llanamente de mentirosas: mentirosas cuando cantaban, engañosas cuando suspiraban, ficticias cuando se las tocaba, en todo inexistentes, de una existencia tan pueril que el sentido común de Ulises bastó para exterminarlas.”

Quizás sea esta una manera bastante resumida y parcial que tiene el mito de contarnos no sólo la historia de la música occidental sino la forma en que la civilización de la que somos herederos fue cobrando forma.
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Aunque algunos lo dieron irremediablemente por perdido, Butes sumergido en las profundidades del mar, ahogado en la música, muerto en pleno éxtasis se hace productivo, ofrece una descendencia…
Se nos cuenta en el libro:
Butes fue arrancado de las olas por Cipris. Cipris es la Afrodita de las olas. Más precisamente, Afrodita es la diosa nacida cuando el sexo de Urano, cercenado por Cronos, cayó del cielo al mar. Es la diosa del esperma. La diosa pare a Érice, del esperma de Butes. […]
“Butes es aquél que, atraído por el canto de las Sirenas, se ahoga en la espuma de Afrodita.”
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“Pocos, muy pocos, son los humanos que se lanzan al agua para alcanzar la voz del agua, la voz infinitamente lejana, la voz sin ser voz, el canto todavía no articulado que viene de la penumbra.
Algunos músicos.
Algunos escritores más silenciosos que los demás, en páginas más mudas todavía."
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También ahí, en ese lugar incierto habrían podido surgir las preguntas: “¿Cómo piensa la música? ¿Cómo avanza en el pensamiento?”
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“Yankélévitch escribió: La música nos envuelve y así nos penetra porque es vasta e infinita como la mar.”
“Ahí está la imagen del primer mundo. Es la vieja agua sin porqué, sin límite de piel; vieja agua extraña por el hecho de que, en los hombres, su experiencia precede a la de la mar misma.”
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Soltemos las riendas de la imaginación. Ahora, fijémonos bien en la imagen.

Quizás ella también, de alguna manera, resuma la historia líquida de la música, no bajo la forma tensa del conflicto entre la fuerza del caos y la civilización, sino como su resolución, como forma reconciliada, perdonad: encuentro de dos mundos y diálogo susurrado de dos formas de vida. Si nos fijámos bien, allí no hay nada que pudiera suscribirse a lo que llamamos “pornográfico”, eso que en nuestros tiempos viene a ser una forma devaluada y depotenciada del deseo, sino que al contrario expone claramente su fuerza: algo de placer y mucho de gozo. Lo que ahí parece operar es un arcaico mecanismo musical aún vigente; y que ha llegado a nosotros gracias a la caída de Butes en los brazos de la diosa del esperma, o si se prefiere de la espuma.


Detrás de esa imagen también están ellas, las Sirenas, esas voces imposibles de describir que lo condujeron por medio de sus cantos a donde él siempre habría querido ir. Fueron ellas, pájaros con senos y rostros de mujer, quienes tocaron la flauta del origen, de la fiesta incontrolada, de la libertina euforia, de la música sin palabras que más tarde fue desterrada de la educación griega, por la mesura de la lira, la música orquestada del pensamiento humano. Sin embargo, al final ellas no sucumbieron por completo a la astucia de Ulises y su heroicidad mediocre, pues han sido quienen –desde las leyes secretas de la fantasía– han seguido activando el dispositivo de la llamada, para que la inhumanidad de todo canto humano siga emergiendo de los labios de él.

Ahí es donde fue vencido el temor del héroe: el de escuchar su propia voz, descubrirse a sí mismo entregado al canto masculino en los labios de ella, arrastrado por una fuerza incontrolable: conducido por su propio e inconfesable deseo de alcanzar la región de la fuente y el origen y morir un poco ahí.

Mientras que, también ahí, en la imagen, ella toca la flauta, él se abandona y canta: por un instante enmudece el lenguaje y el cuerpo habla. Por un instante se resuelve la tensión entre lo que parecía imposible: delirio o cordura. En palabras de Quignard lo que ahí estaría produciéndose en la evolución a lo largo del tiempo, sería el resonar de ambos cuerpos como testigos naturales de la musicalidad absoluta, o para decirlo con otras palabras, lo que la imagen vendría a representar sería lo que no puede escucharse: la política de la entrega irrefrenable, necesaria en un beso prolongado, mitológico y musical.





*Una lectura comentada de Butes de Pascal Quignard. Sexto piso, 2011.
Publicado originalmente en salonKritik 22/01/2012